Inspiradas en reflexiones más antiguas, no pocas
películas que tratan sobre el diablo han repetido que el mayor truco de
este habría consistido en hacer creer al mundo que no existe. El diablo
sigue siendo, incluso en una época tan descreída como esta, un asunto
que suscita el interés de la inmensa mayoría de la gente, y no tanto
porque toda esa gente crea que existe el diablo como porque todos saben
que existen hechos diabólicos, hechos tan genuina e inequívocamente
malvados que la manera menos dolorosa de explicarlos es admitir la
existencia del diablo, pues de no existir este serían los hombres el
mismísimo diablo.
Algo así podría decir de sí mismo el propio
capitalismo, cuyo mayor truco ha sido hacer creer a la gente que siempre
ha querido lo mejor para ella y no para sí mismo. O dicho de otra
forma: hacer creer a la gente que la culpa de que estemos como estamos
la tiene la propia gente y no el sistema mismo y los tipos que lo
dirigen.
Es llamativo que nadie albergue duda alguna de que si
un Estado tiene una deuda pública desproporcionada la culpa de ello es
del Gobierno de turno, mientras que si un sistema financiero tiene, como
tiene el nuestro, una deuda exorbitante la culpa no es del propio
sistema financiero o de los bancos centrales encargados de vigilarlo por
no hacer bien su trabajo ni en un caso ni en otro, sino que es de los
ciudadanos que pidieron demasiados créditos. De nuevo anda el diablo por
ahí confundiendo a los incautos.
Se trata de los mismos incautos que, ante la crudeza de la reforma
laboral, tienen la tentación de creer que la culpa de la crisis y del
paro es que los trabajadores tienen unas condiciones laborales demasiado
buenas. Ese sentimiento de culpa tal vez esté más generalizado de lo
que pudiera parecer. He aquí una prueba de ello: la nueva reforma
laboral del Gobierno ampara el hecho de que un empresario con una caída
de ingresos de tres trimestres pueda modificar a la baja las condiciones
estipuladas en convenio, y sin embargo ni a los sindicatos ni a los
partidos de izquierda se les ocurre proponer que la norma se aplique
también a la inversa, es decir que si un empresario tiene un incremento
de ingresos de tres trimestres esté obligado a dedicar un porcentaje de
los mismos a crear a una caja de resistencia para proteger el empleo de
sus trabajadores cuando lleguen tiempos difíciles. ¿Por qué aceptamos
con naturalidad lo primero y no exigimos lo segundo? Sin duda porque el
diablo del dinero nos ha convencido de que no existe.
Opinión, por Antonio Avendaño, en Público
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