lunes, 30 de enero de 2012

Los nietos


Tienen menos de 30 años. Nacieron cuando Franco ya había muerto. Para unos era solo el nombre de un fantasma que se pronunciaba con un rencor envasado en la sobremesa familiar; para otros ni siquiera eso, un par de líneas en la asignatura de Historia. Son los nietos del desastre de la guerra civil. Durante la primera etapa de la Transición todavía jugaban con muñecas, iban al parque con patines y adornaban con pegatinas de Snoopy las tapas de sus cuadernos. Después comenzaron a oír por todas partes que en España la salida de la dictadura había sido una obra maestra de la democracia y que el resto del mundo admiraba ese milagro. Sus padres, si eran de izquierdas, callaban, lo daban por bueno; si eran de derechas, lo celebraban como una conquista propia; pero algunos maestros explicaron a estos jóvenes que la Transición tan modélica solo había sido un pacto tácito entre dos miedos. Muerto el dictador, la derecha creía que los comunistas tenían minadas todas las alcantarillas de la sociedad; en cambio, la izquierda temía que los militares podían levantarse cualquier día para plancharla de nuevo. Se produjo un difícil equilibrio entre las dos fuerzas contrarias, cada una con las heridas del pasado abiertas todavía. Ambos bandos se neutralizaron mutuamente con un deseo inapelable: todo menos matarse otra vez, cualquier engendro político es preferible a otra tragedia. La izquierda sumida en un complejo de Estocolmo cedió mucho más en este equilibrio inestable. Las cunetas y barrancos estaban llenos de ejecutados que lucharon en el bando republicano. Desde la postguerra sus hijos no habían osado romper el silencio al que fueron obligados ni habían logrado sacudirse el terror de encima, pero habían conquistado derechos y amnistías, escaños en el Parlamento e incluso el poder en el Gobierno. Hay que dejarlo correr, dijeron. Pero los nietos de la izquierda, que no conocieron la dictadura, no se sienten obligados por el subconsciente a agradecer nada. Quieren que sus antepasados enterrados en barrancos y cunetas sean exhumados con honor para que sus almas reposen en paz y no vaguen como una sombra negra sobre la memoria colectiva. No se trata de política. Es solo una moral: están representando sin complejos la tragedia de Antígona.

Fuente: MANUEL VICENT 29/01/201, en el Pais

viernes, 27 de enero de 2012

Garzón y los abogados de Atocha


Quienes vivieron de cerca aquellos días recordarán la máxima tensión que se respiraba en Madrid el 24 de enero de 1977 y siguientes, con un riesgo de involución política permanente. En esa fecha fueron asesinados en un despacho laboralista del Partido Comunista, en la calle de Atocha, Luis Javier Benavides, Ángel Rodríguez, Enrique Valdevira, Javier Sauquillo y Serafín Holgado.

Aquel fue un crimen franquista, realizado por un comando de ultraderecha, cuyos inductores máximos -según los abogados encargados de la acusación particular- no llegaron a sentarse nunca en el banquillo por la lamentable instrucción que hizo del caso el juez Rafael Gómez Chaparro. Anotaba Bonifacio de la Cuadra, en un artículo publicado hace un par de años, que fue el magistrado José Antonio Martín Pallín quien calificó aquel juicio como el primero y el último contra el franquismo, vista la imposibilidad de que la vía judicial abierta por Baltasar Garzón para investigar los crímenes y las desapariciones durante la dictadura contara con el apoyo del ministerio fiscal.

Paradójicamente, un bienio después y el mismo día en que se cumplen 35 años de ese último crimen franquista que marca los albores de la Transición, es el juez Garzón quien se sienta en el banquillo, acusado de prevaricación por un pseudosindicato de ultraderecha y Falange Española de las JONS, organización esta última de las más caracterizadas en la represión franquista durante la Guerra Civil.

Creo, si mal no recuerdo, que fueron 300.000 las personas que asistieron a la manifestación de duelo que se celebró en Madrid con motivo del atentado de la calle de Atocha. Quienes estuvieron presentes no la olvidan por la intensidad, emoción y fervor democrático que se respiró en la masiva convocatoria que colmó la Plaza de Colón.

No hubo gritos entonces, sino un impresionante silencio, aunque todos los concurrentes podrían haber coreado a una sola voz el verso de Paul Eluard que ayer sirvió de lema en el homenaje celebrado en la sede de Comisiones Obreras en memoria de los abogados asesinados: Si el eco de su voz se debilita, pereceremos. Veremos qué hace la justicia con la voz de Baltasar Garzón, sentada hoy en el banquillo.

Fuente: Público.es

Fabra, la prueba viva de la hipocresía


Mientras el Gobierno se encuentra inmerso en una comedia de enredos sobre qué habría que hacer para castigar a los gestores públicos irresponsables, un juez de Castellón citó ayer a juicio al expresidente de esa provincia el conservador Carlos Fabra y le impuso una fianza de 4,2 millones de euros en concepto de responsabilidad civil para hacer frente a sus presuntas fechorías. El caso se remonta a 2003, y por él han desfilado ocho jueces y cuatro fiscales que, por una razón u otra, no habían conseguido llevar a puerto la causa penal. Que Fabra estuviera imputado por cohecho, tráfico de influencias y fraude contra Hacienda no fue ningún obstáculo para que el presidente del PP, Mariano Rajoy, lo calificara de “ciudadano ejemplar” en 2008, un año después de que ganara por cuarta vez consecutiva la presidencia de la Diputación. En más de una ocasión, Fabra, un clásico cacique dotado de una formidable maquinaria electoral clientelista, ha intentado presentar su éxito electoral como una sentencia absolutoria en el terreno judicial, y en esa estrategia de confusión siempre lo ha acompañado la dirección nacional de su partido. El político castellonense constituye –con más fuerza si cabe ahora que ha sido llamado a juicio– la prueba viva de la hipocresía del Gobierno cuando habla de perseguir a los malos gestores públicos. Que se sepa, el PP nunca ha abierto expediente sancionador a Fabra (ni a tantos otros dirigentes imputados por graves delitos). No vale la excusa de que el actual código ético del partido supedite el castigo a la existencia de una sentencia judicial firme; dicho código podría –y debería– modificarse. Rajoy tiene la palabra.
Fuente: Público.es

El PP y el ‘honor’ de Camps

El miércoles pasado, nada más conocerse la absolución de Francisco Camps por un jurado popular, la secretaria general del PP, María Dolores de Cospedal, preguntó a los cuatro vientos quién restituirá el honor del expresident valenciano. Es poco probable que quienes cuestionaban la honorabilidad de Camps antes del juicio vayan a cambiar de parecer después del alud de pruebas y grabaciones bochornosas que se escucharon durante la vista, por más que cinco de los nueve miembros del jurado hayan decidido que el acusado no recibió regalos en virtud de su cargo. Las convicciones democráticas exigen, por supuesto, acatar el fallo, pero ello no implica que haya que compartirlo ni, mucho menos, respetarlo. Durante el juicio quedó en evidencia la calaña de los dirigentes del Govern y el PP valencianos procesados, así como el alcance de la corrupción que impregnó la Administración pública bajo el mandato de Camps. Hay que recordar que este, al dimitir el 20 de julio de 2011, había pactado declararse culpable junto a otros dos imputados en la causa; sin embargo, cambió en el último momento de estrategia y prefirió afrontar un juicio popular, mientras sus dos compañeros, que reconocieron haber recibidos trajes y otros regalos, fueron condenados y pagaron una multa de 9.600 euros. El PP cometería un error al intentar convertir en una victoria política el que cinco conciudadanos de Camps, ya sea por convicción sincera o por simpatía ideológica, lo hayan exonerado en los tribunales. Y si Rajoy comparte con Cospedal la necesidad irrefrenable de que se le restituya el honor al expresident, lo tiene bastante fácil: invítelo a volver al cargo.
Fuente: Público.es